

Tarantino acertó a romper en los años 90 la triste monotonía que reinaba por entonces en los festivales internacionales de cine. Con una crónica brutal de asesinatos, mentiras, engaños y rock and roll; se presentó sin titubeos al público independiente en Toronto, Estocolmo y Cataluña. Por esas tierras paseó su ópera prima, Reservoir Dogs (1992). Un film truculento narrado al ritmo de las notas entonadas por George Barker en su Little Green Bag. El director norteamericano ilustró a un puñado de gafapastas sobre cómo desarrollar sin tapujos una historia violenta; centrándose, además, en el exacerbado tratamiento visual de la sangre y los excesos. Quentin no tuvo reparos en plasmar con su cámara el feroz relato de unos atracadores enfrascados en la búsqueda del traidor que se escondía entre sus filas. Así, los correspondientes Señor Naranja, Señor Blanco, Señor Rubio, Señor Rosa, Señor Azul y Señor Marrón (es decir, los seis protagonistas de la cinta); conforman desde el inicio de la proyección un reparto arriesgado que se atreve a desafiar los estándares de lo políticamente correcto de inicios de la última década del siglo XX.
Aunque si con su primera película el cineasta logró dejar boquiabiertos a la crítica, al público (tanto al independiente como al mayoritario) y a algún que otro despistado que aterrizó frente a la pantalla en 1992. Apenas unos años después entronaba su nombre en el paseo de la fama de Hollywood. Pulp Fiction (1994) no sólo le valió un Oscar, sino que también lo empujó a los libros de historia del séptimo arte. A través de diálogos trepidantes e inverosímiles, citas bíblicas y, evidentemente, más disparos, persecuciones y sangre; Tarantino entretejió un discurso épico con continuas referencias al pop-art. De hecho, los 90 no se entenderían sin la vuelta de John Travolta (que dejó entonces la brillantina para enfundar una Magnum como el ya eterno Vincent Vega) y Samuel L. Jackson, encarnando éste último al histriónico Jules Winnfield. Sí, ese matón a sueldo que, segundos antes de asesinar a alguien, vociferaba en el film un pasaje del Libro de Ezequiel (el ya hiperconocido capítulo 25, versículo 17): “Y tú sabrás que mi nombre es Yavé, cuando mi venganza caiga sobre ti”.
La incógnita acabó, pero entonces hizo aparición la polémica. Como otras tantas veces, la elección del personaje del año por parte de Time levantó ampollas entre muchos sectores sociales. Y es que, según el editorial de dicho medio estadounidense, el honor en 2010 de alzarse como Person of the Year debe recaer en Mark Zuckerberg, creador de Facebook. Un nobramiento que parece responder más a un vago intento de la revista de escurrir el bulto, con el objetivo de evitar poner el foco de atención otra vez sobre Julian Assange (cabeza visible y fundador de Wikileaks). Porque... ¿qué motivos invitan a que el joven norteamericano gane este año y no lo haya hecho en ediciones anteriores? Es decir, esta red social hace años que ya se inventó y, además, la extensión meteórica del fenómeno Facebook se apreció más en ejercicios anteriores. Entonces, ¿por qué ahora?
Los focos mediáticos de medio mundo eligieron la semana pasada a Oslo como escenario principal. Más allá de la entrega de los anuales Premios Nobel, la atención de la ciudadanía se centró en una silla revestida con un tapizado azul. En ella debía haberse sentado el galardonado por la Paz, Liu Xiabo; pero este mero objeto acabó sosteniendo el diploma acreditativo. De esta forma, una silla vacía se erigió la semana pasada como un nuevo símbolo de la democracia y las libertades fundamentales. Porque en aquella ceremonia se mostró la verdadera cara de algunos psudorégimenes democráticos y de algunas dictaduras consentidas por Occidente. China no estuvo allí (lo que era de esperar); pero tampoco se dejaron ver los representantes de Rusia y Marruecos. Y mientras las emotivas palabras de los presentes pedían verdadera Justicia, Liu seguía encarcelado. Quizás no fuera la mejor noche para las relaciones diplomáticas; quizás dicho acto tampoco sirviera realmente de mucho; pero, quizás, desde que esa silla abrió los informativos de prácticamente todo el planeta, existe una mayor concienciación sobre lo que significa la dictadura comunista china.
Asombra mucho escuchar a un alcaldable hablar de su principal adversario sin saña, sin ansias de sangre. Quizás, porque nos hayamos acostumbrado más de la cuenta a ese competitivo juego ruin y zafio que encabeza la clase política española. Una burocratizada casta más preocupada por bailarle el agua a sus mayores y por insultar y denostar al contrario. Quizás (repito), por ello, gusta mucho oír las sosegadas palabras de Jaime Lissavetzky. Un político privilegiado durante los últimos siete años -en los que ocupó el cargo de secretario de Estado para el Deporte- y que ahora debe afrontar una dura batalla por la Alcaldía de Madrid. Con un rival nada fácil de tumbar: Alberto Ruiz Gallardon.
A muy pocas personas les sonará el nombre de Harry Gold, aunque este científico suizo protagonizara uno de los más fascinantes episodios de la Guerra Fría. Así es, porque el 9 de diciembre de 1950 -es decir, hace justo hoy 60 años desde entonces- este hombre fue sentenciado a tres décadas de prisión por facilitar información sobre el Proyecto Manhattan al físico teórico Emil Julius Klaus Fuchs [el de la imagen]; quien, a su vez, la remitió a la URSS. Ese fue el punto final a más de diez años de espionaje para la Unión Soviética.
Muchos pagarías miles de dólares y euros por ver las caras que se les quedaron a Ali Jamenei y Mahmud Ahmadineyad el día que les hablaron sobre cierta estrella erigida en el Aeropuerto de Teherán. Y es que, tal y como publicó Jerusalem Post -y se hizo eco El Mundo-, los funcionarios de la instalación descubrieron gracias a Google Earth una enorme estrella de David sobre sus cabezas. Un símbolo ubicado allí hace décadas, pero que había pasado desapercibido hasta ahora. Tal hallazgo sirve para hacer memoria, para recordar las estrechas relaciones de cooperación que existieron en su día entre Irán e Israel. Una colaboración que acabó en 1979 y que evolucionó de forma deplorable hasta una animadversión exacerbado contra todo lo "judío". Según avanzaron desde Teherán, la estrella se retirara inmediatamente.
Álex de la Iglesia. Se me ha hecho muy extraño verte con chaqué y pajarita durante estos últimos meses; y observar en los telediarios cómo paseas por alfombras rojas rodeado de academicistas que alaban tu trabajo. Es extremadamente raro (y, por qué no decirlo, también curioso) considerar tu imagen enfundada en trajes y adornada con corbatas de colores discretos. Tú, que durante años te recorriste los rodajes plastificado en una chaqueta de cuero símbolo del Bilbao más castizo y auténtico; representación verdadera de que los de las orillas del Nervión nacen donde les da la real gana; metáfora viva del riesgo cinematográfico, de la excelsa extravagancia.
00 balas (2002), Crimen Ferpecto (2004) y Los crímenes de Oxford (2008). Y en ellas oscilaste desde el spaghetti western hasta el correctísimo estructuralismo de Los Ángeles (ese que no se desvía de la presentación, nudo y desenlace). Aunque ahora parece que regresaste con el puño en alto; con un histérico y enérgico relato de dos payasos enamorados de la misma chica. Porque Balada triste de trompeta (2010) acumula ya los adjetivos que encumbraron tu cine cuando apenas abultabas barriga: arriesgada, experimental, hipnótica, inclasificable, desordenada, irracional, suicida, trágica y cómica (con la contradicción intrínseca que conlleva). Una cinta que arrasó en la Mostra de Venecia y que te valieron dos Leones de Oro, a mejor director y guión.
La extinción de los dinosaurios tuvo dos efectos importantes. Por un lado, su desaparición conllevó que los mamíferos se convirtieran en los grandes dominadores de la Tierra en detrimento de los reptiles. Y, por otra parte, implicó el rápido crecimiento de los nuevos 'propietarios' del planeta. Así lo confirmó un estudio publicado por la revista Science, en el que se reveló que el ecosistema pudo reajustarse con relativa rapidez tras la extinción de los saurios. De hecho, si los dinosaurios desaparecieron hace 65 millones de años, bastaron sólo 25 millones de años para que los mamíferos de grandes dimensiones ocuparan el espacio dejado por los anteriores -pasando de un peso máximo de 10 kilos hasta las 17 toneladas-.
La actual situación de Haití debería lograr sacar los colores a más de un dirigente nacional -por no decir, a prácticamente todos-. Las impactantes imágenes que llegan de dicho país son inaceptables. Y, más aún, si tenemos en cuenta el elevado montante de dinero que se envió a la zona en forma de ayudas económicas. Evidentemente, cada dolar y euro no arribó a su destino. Seguramente se quedaría en los bolsillos de politicuchos y funcionarios corruptos; cuyas manos se hallan manchadas de sangre, igual que si hubieran asesinado con un tiro a cada persona muerta a causa del cólera u otras enfermedades. Lo de Haití no tiene nombre; porque el sinfín de calificativos malsonantes que podrían pronunciarse, se quedarían siempre cortos. La solución a esta situación tan sólo pueden encontrarla los dirigentes de las grandes potencias demócratas, que deben presionar a la OTAN para garantizar que las ayudas lleguen verdaderamente a los necesitados.