martes, 30 de noviembre de 2010

Ahora, diez años después

Álex de la Iglesia. Se me ha hecho muy extraño verte con chaqué y pajarita durante estos últimos meses; y observar en los telediarios cómo paseas por alfombras rojas rodeado de academicistas que alaban tu trabajo. Es extremadamente raro (y, por qué no decirlo, también curioso) considerar tu imagen enfundada en trajes y adornada con corbatas de colores discretos. Tú, que durante años te recorriste los rodajes plastificado en una chaqueta de cuero símbolo del Bilbao más castizo y auténtico; representación verdadera de que los de las orillas del Nervión nacen donde les da la real gana; metáfora viva del riesgo cinematográfico, de la excelsa extravagancia.

Unos principios que no abandonaste nunca y que, seguramente, mucho menos ahora. Porque debajo de toda la parafernalia hollywoodiense (tras los protocolarios saludos y reverencias), aún se perfila el irreverente director emergido de los fanzines vascos de los 90. Una mezcla de disparates, rarezas y locuras. Bufonadas dibujadas con un perfil tan fino que convierten la ridiculez en trascendentes sentencias; que minan la excentricidad para transformarla en máximas reflexiones. Una incongruencia genial que terminó originando dos obras maestras del cine patrio de finales del siglo XX: El día de la Bestia (1995) y La Comunidad (2000).

En la primera de las cintas, ganadora de seis cabezones de Goya, desbordaste los muelles del raciocinio urbanita con una delirante película acerca del nacimiento del Diablo en plena nochebuena madrileña. Con Álex Angulo y Santiago Segura como protagonistas, encauzaste una surrealista “comedia de acción satánica”. Un film esperpéntico y espléndido, basado en una visión más que apocalíptica del milenio y amenizada con música heavy.

En la segunda obra dispusiste otros medios para lograr un resultado también excitante, regresando a la capital española para fotografiar las azoteas de los edificios y describir una frenética lucha en los fueron internos de una comunidad de vecinos. Te alzaste así como la mejor garantía del humor negro, la apuesta segura para escupir carcajadas en una sala de cine inundada por una ironía perversa y arriesgada.

Y después te apagaste y recorriste los dos primeros lustros del XXI como decaído y aletargado; intentando encontrar tu sitio entre las cámaras nacionales y las que acarreaban el peso de las superproducciones estadounidenses. Apenas tres películas: 800 balas (2002), Crimen Ferpecto (2004) y Los crímenes de Oxford (2008). Y en ellas oscilaste desde el spaghetti western hasta el correctísimo estructuralismo de Los Ángeles (ese que no se desvía de la presentación, nudo y desenlace). Aunque ahora parece que regresaste con el puño en alto; con un histérico y enérgico relato de dos payasos enamorados de la misma chica. Porque Balada triste de trompeta (2010) acumula ya los adjetivos que encumbraron tu cine cuando apenas abultabas barriga: arriesgada, experimental, hipnótica, inclasificable, desordenada, irracional, suicida, trágica y cómica (con la contradicción intrínseca que conlleva). Una cinta que arrasó en la Mostra de Venecia y que te valieron dos Leones de Oro, a mejor director y guión.

Ahora, con algunos reconocimientos más (como el merecido Premio Nacional de Cinematografía), las alfombras rojas se desenrollan solas a tu paso. Y a los costados se apostan unos críticos que durante una década se olvidaron de tus dos grandes obras para ensañarse y atacarte; para dudar de tu capacidad creativa y artística. Esos gafapastas de pantalones de pitillo que leen Cahiers du Cinéma y sueñan con subtítulos kazajos, desecharon de un plumazo tus 90 y dijeron que esas películas eran demodées; arremetiendo además contra los histriónicos chaquetones de colores que marcaban el ritmo de una movida atenuada por los alumbrados de las principales vías de Madrid. Que digo yo, qué daño les habrían hecho a ellos los parches rojos, amarillos e incluso rosas que remendaban sin pudor los abrigos de los jóvenes de esos años.

Y mírate, liderando la Academia de Cine y poniendo orden en donde nunca lo hubo, en un universo inestable y fanfarrón, entre egos y dinero. Con la misma chaqueta de cuero que hace veinte años, aunque ahora te la dejen poner menos. Sea todo por una cuestión de prioridades, que no de principios.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente

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