domingo, 26 de mayo de 2013

¿Y usted qué opina de la entrevista de Aznar?

El universo debió experimentar esta semana un fenómeno espectacular y fascinante, de esos que paralizan el cosmos y convierten en mera anécdota aquel incidente llamado Big Bang. Por mucho que nos cuenten y narren, por mucho que nos digan y griten, en el cielo debieron alinearse Plutón y Gamma Cephei Ab, o la Luna terráquea con las 67 lunas de Júpiter, o unas 100.000 estrellas de las 200.000 que hay en la Vía Láctea. Y es que los españoles no ganamos para disgustos. Que si la crisis, la prima de riesgo, el paro, Mourinho, el fin de ciclo del Barça y Merkel. ¿No teníamos suficiente? Pues parece que no. Cuales masocas emperrados en autoflagelarnos, aparecen ahora Aznar y Garzón para insinuar su vuelta a la política. En plan remember. Como si adivinaran ya que Cuéntame como pasó está a punto de llegar a los años en los que ellos jugaron a ser gente importante.

El exjuez (hasta 2021), ex del PSOE de Felipe González, eligió El País para descorrer el telón. En una entrevista concendida a Natalia Junquera: "Es el momento de participar en política porque estamos asistiendo a un panorama bochornoso por parte del Gobierno". Aznar se decantó, en cambio, por un medio más a su medida: Antena 3. Así que se atusó el bigote -porque, aunque lo tenga afeitado, el expresidente siempre lucirá una sombra subnasal, como prueba de que alguien le arrancó el mostacho el día anterior-: "Cumpliré con mi responsabilidad, con mi conciencia, con mi partido y con mi país". Contundente, vacío y amenazador (para Rajoy). No hizo falta más para que el marido de Botella destapase la caja de truenos. La puerta se abrió y por ella se colaron las opiniones. Aquí, algunas de las más interesantes:

- Toni Garrido (Infolibre): "Él juega como si fuera suya la pelota, juega a ser estadista, juega a ser estratega sin pasar del 4-4-3. [...] Capaz con sus pulmones de inflar un diccionario, articula frases que no conducen a nada, que no dicen nada, que ni calientan ni abrigan".

Josep Ramoneda (El País): "Se venía especulando sobre la posibilidad de que a derecha o a izquierda apareciera un líder populista que arrastrara a los descontentos. El PP lo tenía en casa. Del baúl de los recuerdos resurge Aznar y se ofrece para rescatar el país. Advirtiendo al PSOE de que por el camino emprendido acabará en la insignificancia y otorgando al PP la obligación de salvar a la patria. ¿Amago o anuncio?".

- Lucía Méndez (El Mundo): "El plasma de Aznar no es frío ni casero como el de Rajoy. El plasma de Aznar es ardiente, quema como los rayos que salen de su boca. Aznar era un hombre y ahora es un personaje de tragedia atormentado por su pasado".

- José Carlos Rodríguez (La Gaceta): "Éste dice que el Partido Popular, que todavía podemos recordar pero que se desmorona ante nuestros ojos, todavía existe. [...] Porque quienes aprecian al PP votarán a UPyD en las elecciones europeas como llamada de atención. Y porque el poder regional del PP mira al 2015 con gran preocupación".

- Ignacio Escolar (Eldiario.es): "El expresidente ha tenido que responder sobre la Gürtel, los sobresueldos y la boda de su hija, pero también le ha dado tiempo para postularse como nuevo líder de la oposición".

- Martín Prieto (La Razón): "José María Aznar es caso único porque representa a la Esfinge, sonríe hacia dentro y su amimia sigue tan tensa como sus abdominales, por lo que resultó valiosa su entrevista en Antena 3".

- Manuel Jabois (El Mundo): "Los famosos silencios de Aznar y su libreta azul no fueron sino símbolos para el PP de su reinado de terror con el capricho personal incorporado. Para verlo ahora como adalid de la rectitud hay que tener los marhuenditos muy altos, casi al borde de la parálisis facial".

sábado, 25 de mayo de 2013

España es el gran estado policial de la Unión Europea

El país cuenta con un agente por cada 190 habitantes, muy  
lejos de Reino Unido (372), Alemania (335) y Francia (306) 

“¿A dónde van ustedes?”, pregunta un policía a cuatro turistas extranjeros. Ellos se miran sorprendidos. Observan el vallado colocado en la plaza de las Cortes, que impide el libre acceso a la Carrera de San Jerónimo, sede del Congreso de los Diputados. Y responden en un limitado español: “A nuestro hotel”. El oficial revisa su documentación y los deja pasar. A su lado, otros dos agentes escudriñan la escena. Los tres forman parte del destacamento policial plantado en las cercanías del Parlamento el pasado 25 de abril con motivo de la convocatoria Asalta el Congreso. La delegación del Gobierno desplegó a más de 1.400 agentes ese día. ¿Muchos o pocos? La protesta apenas reunió a 1.500 manifestantes. Y el Ejecutivo preveía que, como máximo, se congregarían unas 7.000 personas. Entonces, ¿el número de policías fue exagerado? Lo cierto es que la presencia de agentes resulta más habitual aquí que en el resto de la Unión Europea. España es el gran estado policial de la UE.

“Vamos a actuar con la presencia policial suficiente para garantizar el Estado de Derecho, el imperio de la Ley”, expuso Cristina Cifuentes, delegada del Ejecutivo en Madrid, horas antes de la concentración del 25 de abril. Unas declaraciones interesantes, en cuanto que permiten al ciudadano preguntarse cuántos agentes se requieren para preservar esas bases de la Democracia. En España se ha decidido que hacen falta muchos. El país cuenta con un policía por cada 190 habitantes, según se desprende del análisis efectuado sobre los datos de 2010 recopilados por Eurostat. Esta cifra la convierte en la segunda nación de la UE con mayor presencia policial. Tan sólo la supera Chipre, con un guardia por cada 153 personas. Además, el contraste con los países de su órbita resulta abrumador: Italia, Francia, Alemania y Reino Unido han decidido apostar por una menor presencia de la autoridad -con un agente por cada 208; 306; 335; y 372 habitantes, respectivamente-.
 
Pero España no siempre fue así. En la última década ha dado un paso adelante gigantesco. En 2001, en base a los datos de Eurostat, ocupaba el quinto puesto del ranking de estados con mayor presencia policial, con un agente por cada 213 personas. Entonces le superaban Chipre, Italia, Grecia y Portugal. Y, en este tiempo, mientras que los Gobiernos de los grandes países de la Unión Europea –como Reino Unido, Francia o Alemania- apostaban por mantener estable o reducir el número de policías en relación con su población; España decidió incrementarlo. 
 


El Sindicato Unificado de Policía (SUP) difundió a inicios de 2013 un informe donde detallaba el número de agentes desplegados por todo el territorio nacional. El colectivo concluyó que el Cuerpo Nacional de Policía (CNP) cuenta actualmente con 71.500 miembros; la Guardia Civil con 83.000; los Cuerpos autonómicos con 26.000; y las Locales con 70.000 aproximadamente. “España mantiene la cifra más alta de funcionarios policiales de toda Europa y, salvo excepciones de difícil comparación, de todo el mundo”, añaden desde la asociación. A pesar de ello, el sindicato incide en la falta de efectividad de las fuerzas de seguridad. “Esto es así porque cada Cuerpo ignora la existencia del otro. Son como empresas en franca competencia, intentando crecer en un mismo mercado. Y el resultado es que las plantillas se duplican y las cifras se disparan hacia lo absurdo”, subrayan desde el SUP, que apuesta por unificar el Instituto Armado y el CNP para solucionar el problema.

A lo largo de la última década, los Ejecutivos del PSOE y PP han perfilado a España como el gran estado policial de la Unión Europea, a pesar de que en 2001 ocupaba la posición número 13 en número de crímenes reportados: 507 por cada 10.000 habitantes. Un puesto que, según los datos de Eurostat, mantiene actualmente: con 500 delitos reportados en 2010. Los países de su entorno cuentan, en cambio, con una presencia de agentes más laxa; aunque contabilizan un mayor índice de crímenes: Francia (544), Alemania (725), Reino Unido (738). Tan sólo Italia representa una excepción (434). Aunque, eso sí, en función de cada legislación nacional, las actuaciones reconocidas como delitos varía de una nación a otra. “Sí quisiéramos acercarnos a la media de la UE de policías por habitantes habría que desprenderse de casi 74.000 agentes. Para hacernos una idea, sobraría casi al completo cualquiera de los dos grandes cuerpos policiales del Estado”, remarca el SUP.

El cine Alba aún enciende su X

La última sala porno de Madrid, en La Latina, concentra a  
un público compuesto principalmente por hombres mayores de 50 años  

En el cine Alba, Todas quieren follar con Nacho. Una cartulina lo anuncia en el lúgubre pasillo que conduce hasta las puertas de la última sala X de Madrid, en el número 4 de la calle del Duque de Alba. Una entrada a otra cara del barrio de La Latina, a una que se adorna con cuatro carteles rotulados a mano y a cinco colores: rojo, amarillo, azul, verde y negro. En ellos se leen los títulos de las películas porno proyectadas en sesión continua. “Desde las 10.30 hasta las 23.00 horas”, comenta una voz al final de la galería, de unos veinte metros. “Son ocho euros”, añade. Palabras que se cuelan por un pequeño cubículo situado a un metro del suelo. Detrás de un grueso muro, habla la taquillera; de la que apenas se observan sus manos. Recoge el dinero y desliza suavemente el ticket hasta el cliente.


Rafael Sánchez aguarda dentro. Viste con pantalón y corbata negra. Elige el blanco para la camisa, a juego con el pelo canoso que luce a sus 55 años. Él dibuja los carteles del pasillo. Y controla el acceso al Alba, donde la luz -o, más bien, la falta de luz- juega un papel fundamental. Ya se aprecia en el hall decimonónico que recibe al espectador, revestido de un mármol gris y desgastado. Dos columnas se levantan en mitad de la habitación. Media decena de bombillas permiten ver a los hombres que salen del “Aseo de caballeros” y a los que esperan en el recibidor, ante las puertas negras por las que se accede al patio de butacas. Casi todos tienen una característica en común: rondan los 60 años. Ni rastro de alguna mujer.

“¡Qué culito!”, se escucha dentro de la sala. En la pantalla, colocada en lo alto de la pared del fondo, un joven americano coquetea con la esposa de su supuesto mejor amigo. Los diálogos se diluyen rápidamente, dando paso a agudos gemidos. Estos se entremezclan con los susurros de los espectadores.  Y con el ruido provocado por los clientes al moverse lenta y constantemente por el patio de 380 butacas. Arrastran los zapatos. Todo ello, en un escenario de intensa oscuridad, donde apenas se distingue el respaldo de los asientos; y donde, ni siquiera, puede saberse en qué punto comienza el pasillo. Únicamente se vislumbran los rostros de aquellos hombres que pasan a un escaso metro de distancia. Hombres que miran y escudriñan a otros hombres. 

En el Alba todo se intuye. Dos escaleras ascienden desde el hall a una segunda planta. Allí, cinco máquinas de vending brindan desde preservativos -a tres euros el paquete de tres condones- a café. El cortado se paga a un euro la taza. También se puede pedir una copa, como indica un diminuto cartel pegado con celo: whisky, ginebra y ron a 2,5 euros. Y bebérsela en una de las dos hilera de sillas colocadas en este segundo recibidor. Zumos, bollos, chocolatinas y tabaco completan la oferta.


Otras dos puertas negras marcan el acceso al graderío, delimitado por una barandilla desconchada y rosada. Al apoyar un pie en ella, la suela se queda pegada. “Fúmate un cigarrito ahora y recarga las pilas”, comenta un cuarentón a un sexagenario, al que agarra por el hombro al salir del gallinero. El primero luce perilla y una prominente barriga, escondida bajo una sudadera roja. El segundo, chaqueta marrón y corbata negra. Ambos pasan junto a una reproducción de Trame Noir de Wassily Kandinsky, colgada en el recibidor de las máquinas de vending. Un estrecho marco de madera embellece la obra abstracta del pintor ruso.

En la tercera planta, otro hombre sostiene un pitillo entre los dedos. Apoya los codos en una mesa alta de plástico, similar a las que se utilizan en los bares. Rondará los 55 años y mira a uno de los dos televisores colocados en lo alto de la pared. Junto a ellos, los carteles de tres películas convencionales decoran la habitación: Las crónicas de Narnia, Última hora y Abajo el amor.

Mientras tanto, dentro de la sala, el joven americano -rubio y fornido- recorre con las manos el cuerpo de la amante. Con la lengua, lame su sexo. Y, en ese momento, tres hombres abandonan el graderío. Uno de ellos se sube los pantalones al dirigirse hacia la puerta, sobre la que se encuentra un cartel rojo y letras negras con la palabra “Salida”. Los gemidos de la mujer se vuelven más intensos.

Abajo, junto a las puertas acristaladas de la entrada, un cincuentón se coloca un gorro de lana y se enfunda una bufanda. Tan sólo se distinguen sus ojos. Atraviesa el umbral y recorre la galería hasta la calle del Duque de Alba. Al final del pasillo se detiene, echa un vistazo a izquierda y derecha, y saca un pañuelo de papel con el que se limpia las manos. El reloj marca las 19.06 horas. Y, en sólo diez minutos, una decena de personas peregrinan por la misma ruta. Más de veinte hombres continúan dentro, donde la humedad y el olor a sudor se adueñan del ambiente. “Podría hacerlo durante horas”, le comenta el protagonista de la película a la esposa de su amigo. Pero Rafael Sánchez echa el cierre a las once.

Reportaje elaborado para E. P. El País

viernes, 17 de mayo de 2013

Volver sin querer volver, no es volver

Volver sin querer volver, no es volver. Es sólo estar juntos, sin estarlo. Mirarnos, sin vernos. Hablarnos, sin escucharnos. Es volver para nada, para no levantar cabeza, para mirar al suelo, para tener remordimientos por lo que no hicimos -o por lo que sí hicimos-. Volver sin querer volver, es un error a medias. Pero, al fin y al cabo, es un error. Es regresar a la incertidumbre, al qué dirán, al qué comentarán ahora. Es volver a la charla anodina. Es volver por pasar el domingo. Es encender la tele para echar el rato. Es mirar a unas estrellas que no brillan. Es escudriñar la nimiedad, el pasotismo, el esto ya no vale para nada, no llega a ningún lado. Volver sin querer volver, no es volver. Y el fin de semana vuelve la Liga. Y vuelve el Barça, que ya la ganó. Y el Madrid volverá después. Y nos dará igual porque ya sabemos qué pasó, cómo terminó. Así que me pregunto para qué vuelven, para qué regresan, para qué rueda el balón por el campo, para qué pita el árbitro, y para qué levanta el linier su banderín. Si nos da igual, si sabemos que realmente no vuelven, que vuelven a medias, como los amantes que se quisieron y que ahora sólo quieren ese amor que se tuvieron en el pasado. Ese que ya no existe.

lunes, 13 de mayo de 2013

El 15-M sigue 'pegado' a Sol


La Puerta del Sol ha despertado inmersa en la "absoluta normalidad", un día después de la concentración celebrada con motivo del segundo aniversario del 15-M. Los quiosqueros y empresarios, según han comentado a este periódico, han abierto sin problemas y no han registrado ningún tipo de destrozos. En la zona sólo quedan escasos vestigios de la protesta.

Ni tiendas de campañas, ni asambleas, ni yayoflautas, ni pancartas, ni carpas, ni pasquines. A diferencia de hace dos años, cuando los indignados mantuvieron una acampada en la Puerta del Sol durante tres meses, la celebración del segundo aniversario del 15-M apenas ha durado unas horas. Después de la concentración, unas pegatinas son el único recuerdo que queda de las protestas.


Los adhesivos rememoran las consignas de los movilizados en el segundo aniversario del 15-M. Las pegatinas responsabilizan a los políticos, a la Monarquía y a la Troika de la situación económica que atraviesa España actualmente. Y, también, de la falta de soluciones a los problemas de los ciudadanos.

Los turistas han paseado por la plaza como si nada hubiese ocurrido un día antes. Han fotografiado los puntos más emblemáticos de la Puerta del Sol; sin recabar, la mayoría de ellos, en los restos de adhesivos colocados por los indignados. Entre otros, los habitualmente utilizados por los componentes de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), que siempre evoca el lema: "Sí se puede".

Los lemas a favor de una tercera República son una constante en los adhesivos colocados en la plaza. Muchos de ellos se han pegado en los monumentos más reconocibles del histórico enclave madrileño. Pero no son las únicas consignas que sobreviven en Sol. Y es que aún se mantienen las ideas de las numerosas plataformas que se sumaron a la protesta: educación, sanidad y afectados por la adquisición de preferentes, entre otras.



El pedestal de la estatua de Carlos III mantiene el lema gritado por los integrantes de la PAH. Una plataforma que, según ha comentado Carlos Estévez, miembro de la Asamblea Popular del Barrio de la Concepción madrileño, "ha parado más de 600 desahucios solo en Madrid”.

La corrupción política, que preocupa mucho a los ciudadanos, también ha estado presente en las protestas de los indignados. Los concentrados han exigido a los dirigentes públicos una intensa lucha judicial y política contra este problema.

Los quiosqueros de Sol reconocen que han sentido un "gran alivio" al llegar a la plaza y observar que nadie había acampado en ella. "Ya nos hicieron suficiente daño hace dos años", apunta uno de ellos.


Elaborado para E. P. El País

jueves, 9 de mayo de 2013

El ‘landismo’ bien entendido

En un bareto de extrarradio; en una de aquellas tascas de los años 80 del Madrid de las afueras, de la castiza capital, donde los “menuses” rondaban los cuarenta duros y las colillas perfilaban un camino en el suelo; donde las tragaperras tintineaban y los rebotes de los pinball resonaban en las encimeras metálicas. Allí, justo en un sitio tan rancio como aquel, arranca la espectacular El Crack (1981). Un film español dirigido por José Luis Cuerda y liderado por el constante Alfredo Landa. 



Una película de cine negro que elige los bajos fondos nacionales para dibujar el Madrid más auténtico, aquel que se escribía en las páginas de sucesos de los periódicos, el de las navajas y jeringuillas; una cinta que aborda el relato de aquella ciudad que acudía a las veladas de boxeo, cuando los púgiles de barrio todavía robaban portadas a las estrellas del fútbol nacional y cuando en Vallecas aún se aupaba un potro, al que los ojos morados y las narices dobladas poco le importaban; aquel Madrid donde los barberos tenían un hueco en la Gran Vía, antes de que las cadenas de moda arrendaran los locales de esa histórica avenida y los fashion victims la eligieran como centro de una globalización mal entendida, de una similitud ciertamente espeluznante. Aquella capital de los 80, de las huelgas obreras y de la crisis económica, de las pancartas y de las conquistas sociales, de los últimos seitas y de la Transición y de la Democracia naciente; aquella ciudad, la de la rumba y la de los mercadillos, es la auténtica protagonista de una cinta vibrante y madura.

En El Crack no hay efectos especiales, ni estrellas adolescentes, ni personajes de series televisivas que arrastran la histeria colectiva hasta el patio de butacas. En la obra de Cuerda no existen movimientos de cámara renovadores, ni planos nunca vistos antes en gran pantalla. Para nada. El director manchego se conforma con estructurar una muy buena historia, un excepcional relato. Un cuento clásico con sus héroes y sus antónimos villanos. Y, para ello, echa mano de un Alfredo Landa comedido, callado, serio, duro, riguroso y áspero. Un actor de registros enfrentados que aprovechó la ocasión para afianzar su memorable paso –aquel concepto que llamarían landismo- por el séptimo arte patrio, ese que se rueda por debajo de Los Pirineos y que tanto se denosta últimamente por estos lares. Alfredo Landa hace de detective privado. Básicamente, porque nadie imagina un tipo de protagonista más idóneo para un film de cine negro. Además, el estereotipo prosigue: es un antiguo agente de la Brigada de Investigación Criminal, que se vio obligado a abandonar el Cuerpo cuando los jefes se corrompieron en demasía y que, ahora, consigue el sustento con los casos que le traen a su despacho. Un lugar –como no podía ser otra- mal iluminado, donde una pequeña bombilla luce incapaz de acabar con las sombras de su pasado.


Pero de poco importan los estereotipos cuando la historia se cuenta tan bien y la fábula adquiere tintes tan realistas. De poco importa que un hombre acuda a Landa para pedirle que busque a su hija, desaparecida de su hogar hace un par de años; de poco importa que las drogas, la prostitución y las corruptelas políticas y económicas irrumpan en el metraje; de poco importa que el dinero sucio, la traición y la felonía interpreten también sendos papeles principales.

José Luis Cuerda y Alfredo Landa construyen una película de suburbio, de calles mal adoquinadas y de pistolas oxidadas y encasquilladas. Con un único Madrid como protagonista y con su pasado como principal línea argumental. Es una visión verdadera de aquella capital; una mirada alejada de la endulzada versión que ahora ronda por los escritos de la memoria; una ojeada que asevera que, lejos de aquellas pijadas de la Movida y los Hombres G, lejos de aquella clase media que sacaba la cabeza por entonces; lejos de todo aquello existía un lodazal sobre el que se levantaban los rascacielos. Un mundo que aún existe, aunque ahora se encuentre aún más en el extrarradio y aún más en las afueras.


Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)

miércoles, 8 de mayo de 2013

Pepe Sancho: el actor de la voz arrugada

La escena, diseñada por Almodóvar, lo sitúa en el asiento delantero de un automóvil de color gris metalizado; en uno de esos coches artificiosos de los años 90, desafío actual de la aerodinámica. Él lo conduce. Es Pepe Sancho. Sancho, a secas, en la película Carne Trémula (1997), donde interpreta a un policía alcohólico, violento, chulesco y maltratador. Un colérico inspector, chusco y rufián, que no vacila a la hora de sacar su pistola y disparar. Al menos, eso parece a primera vista.

En la sala de butacas se escucha a la Niña de Antequera, que canta Ay mi perro. Y, entonces, tras echar un largo trago de whisky, y sin quitar la vista de la carretera; el actor de Manises asume el peso de la secuencia: “Perros, así nos tratan y eso es lo que somos. Perros, mira la manada de corderos que tenemos que cuidar. Ahí los tienes, trapicheando, robando, corrompiéndose...”.

Y mientras las palabras se suceden, el espectador se ensimisma con esa voz ronca, rugosa, arrugada; con ese tono altivo, soberbio y despectivo. Él observa su alrededor. “La acera es un hervidero de gente variada que se mueve deprisa y al lora. Los que se detienen es para trapichear o para ligar. Una mezcla de calle Cuarenta y Dos (antes de que la desinfectaran) y Gran Vía madrileña”. Así describió el propio Almodóvar, en su guión del film, el escenario donde se mueve el personaje de Pepe Sacho. Un agente del Madrid de las putas y los chulos, de los narcos y drogadictos, de los chorizos y tironeros. Un patrullero irreverente, de barrios bajos, de depresiones y prejuicios. En definitiva, un mal policía; pero un gran protagonista. De hecho, gracias a éste papel, el actor valenciano ganó un Goya. 


Porque Pepe Sancho disfrutaba con esos personajes, con esos villanos y antihéroes, con los desgraciados y atormentados. Cuando apareció en Carne Trémula aún gastaba una perilla cuidada y un oscuro cabello. El mismo que lució en la serie Curro Jiménez, cuando cabalgaba como El Estudiante. Pero eso era la televisión. El medio que lo vería madurar irremediablemente varios lustros más tarde. Algunas décadas después de dejar Despeñaperros, se presentó a las nuevas generaciones en  Cuéntame como pasó. En el show de los Alcántara fue Don Pablo: un explotador, un mangante, un burgués, un franquista, un estafador, un especulador, un empresario, un inmovilista, un político. Al fin y al cabo, otro malvado al que ofrecer voz, al que perfilar. Un paso previo y necesario para diseñar su obra definitiva.

Los villanos le han regalado al actor, quizás, su recuerdo futuro. Un cáncer acabó con la vida de Pepe Sancho hace apenas unas semanas. Y, tras saberlo, resulta inevitable evocarlo en uno de sus grandes papeles. El actor fue Rubén Bertomeu en 2011, en la serie Crematorio. Una auténtica revolución de la caja tonta española. Dejando atrás el rancio estilo de la televisión patria, Canal Plus se arriesgó con un producto distinto y atractivo. Y Pepe Sancho estuvo allí para protagonizarlo, para dar vida a un constructor valenciano. Un empresario repeinado, engalanado y forrado. Un buscavidas que entreteje una historia de corrupción en la costa levantina. Un drama en el que se traza un brillante retrato de la casta política y urbanística, y de la cantidad de mierda que les rodea. Y en ese equilibrio de poder se desenvuelve su personaje a la perfección. “Bertomeu no juega a ser una persona popular, juega a acaparar lo que se ponga al alcance de la mano. Lo único que persigue es hacerse dueño de todo”, afirmó el propio actor para describir a su interpretado: “Es alguien que piensa que el futuro de esta zona está sus manos, e intenta transformarlo para su bienestar y el de los suyos. En uno de los capítulos tiene una frase muy reveladora, dice: '… voy a construir una urbanización de 500 hectáreas, con tres kilómetros de costa. Dará trabajo a mucha gente y por el camino algunos se llevarán su parte'. Por su puesto, él se llevará la mayor. No estoy diciendo que sea un un santo, sino que es uno de tantos”.


Pepe Sancho tampoco debió ser un santo. Su aspecto distante y altanero lo condenó a ejercer casi siempre de enemigo. Aún así, gracias a Crematorio, apareció su carácter heroico, aunque no lo quisiese. Él descubrió a todo un país que en España también se podía hacer buena televisión. Buenísima televisión. Porque el actor siempre tuvo esa capacidad de ensancharse ante la cámara, de crecerse con la interpretación, de ser el otro. Tuvo energía y presencia. Aunque, ahora, ya solo quede la ausencia. “Hoy siento que, al marcharse, se lleva algo mío. Se me adelgaza un poco más el tiempo. Queda el consuelo de que, en la pantalla, el vigoroso Bertomeu de Pepe Sancho sigue cargado de fuerza y malo uva”, le despedía Rafael Chirbes, autor de la novela que inspiró la serie. Adiós.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)