martes, 28 de diciembre de 2010

Las balas en la recámara, de Tarantino

Tarantino acertó a romper en los años 90 la triste monotonía que reinaba por entonces en los festivales internacionales de cine. Con una crónica brutal de asesinatos, mentiras, engaños y rock and roll; se presentó sin titubeos al público independiente en Toronto, Estocolmo y Cataluña. Por esas tierras paseó su ópera prima, Reservoir Dogs (1992). Un film truculento narrado al ritmo de las notas entonadas por George Barker en su Little Green Bag. El director norteamericano ilustró a un puñado de gafapastas sobre cómo desarrollar sin tapujos una historia violenta; centrándose, además, en el exacerbado tratamiento visual de la sangre y los excesos. Quentin no tuvo reparos en plasmar con su cámara el feroz relato de unos atracadores enfrascados en la búsqueda del traidor que se escondía entre sus filas. Así, los correspondientes Señor Naranja, Señor Blanco, Señor Rubio, Señor Rosa, Señor Azul y Señor Marrón (es decir, los seis protagonistas de la cinta); conforman desde el inicio de la proyección un reparto arriesgado que se atreve a desafiar los estándares de lo políticamente correcto de inicios de la última década del siglo XX.

El estadounidense enseña a la sala de butacas lo que por entonces parecía prohibido. Los perniciosos efectos de los disparos se muestran al impaciente espectador; quien se embulle sin quererlo en el frenético, apresurado, exaltado y colérico pase de los fotogramas. Tarantino, en dicha obra, sabe conjugar a la perfección los matices del suspense, del ruido de las balas, del horror de la muerte, del encasquillamiento de los percutores, de la música ochentera, de los enormes coches americanos, del goteo de las heridas y del sabor del café servido en restaurantes de carretera de la USA más profunda. Es lo que tiene Quentin. Y es que, al fin y al cabo, Reservoir Dogs supuso el comienzo de un nuevo estilo, imitado después hasta la saciedad por numerosos cineastas (quienes, por supuesto, no consiguieron dar con la combinación adecuada de violencia y belleza audiovisual).

Aunque si con su primera película el cineasta logró dejar boquiabiertos a la crítica, al público (tanto al independiente como al mayoritario) y a algún que otro despistado que aterrizó frente a la pantalla en 1992. Apenas unos años después entronaba su nombre en el paseo de la fama de Hollywood. Pulp Fiction (1994) no sólo le valió un Oscar, sino que también lo empujó a los libros de historia del séptimo arte. A través de diálogos trepidantes e inverosímiles, citas bíblicas y, evidentemente, más disparos, persecuciones y sangre; Tarantino entretejió un discurso épico con continuas referencias al pop-art. De hecho, los 90 no se entenderían sin la vuelta de John Travolta (que dejó entonces la brillantina para enfundar una Magnum como el ya eterno Vincent Vega) y Samuel L. Jackson, encarnando éste último al histriónico Jules Winnfield. Sí, ese matón a sueldo que, segundos antes de asesinar a alguien, vociferaba en el film un pasaje del Libro de Ezequiel (el ya hiperconocido capítulo 25, versículo 17): “Y tú sabrás que mi nombre es Yavé, cuando mi venganza caiga sobre ti”.



Y a finales del segundo milenio de nuestra era y al principio del tercero, llegaron a las salas de proyecciones Jackie Brown (1997) y Kill Bill (2003-2004). Dos películas diferentes, casi antagónicas. En la primera, Quentin recalca su labor como guionista, elaborando una majestuosa historia de triquiñuelas. Por el contrario, en las dos entregas de Kill Bill, Tarantino se obsesiona con las espadas samuráis y los trajes ajustados, enfilando al espectador hacia un mundo apocalíptico repleto de artes marciales, desiertos del lejano Oeste y escopetas recortadas.

Paralelamente, la estética, que tanto papel juega en la filmografía del cineasta, apenas se dejó entrever en la correcta (y este calificativo implica ya una importante sobrevaloración) Death Proof (2007). Aunque con su último trabajo, con Malditos Bastardos (2009), Quentin recupera parte de la esencia que lo encumbró como director. El americano perfila en esta cinta a una serie de protagonistas irreverentes, chulescos, irónicos y charlatanes. Encabezados por Brad Pitt, una bandada de soldados estadounidenses se infiltra en la Francia de Vichy con un único objetivo: matar nazis. Frente a ellos, un oficial de las SS que roza lo sublime. Tarantino aúna en este personaje todas las excelencias de su obra y lo dota de una endeble moralidad, una lengua afilada y una capacidad de deducción endiablada. Es cierto que este film dista demasiado de sus grandes películas; pero el militar nazi es, quizás, uno de los mayores éxitos escritos por Quentin.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente

No hay comentarios:

Publicar un comentario