martes, 3 de mayo de 2016

Mejor en Leicester que delinquiendo


En la época de los lobos de Wall Street, triunfó la Inglaterra industrial. La de los desheredados. La de los huérfanos e inválidos, perfilada con letra de Dickens y destripada por Owen Jones. Ganó el Leicester la Premier y la working class respiró aliviada: que sí, que los sueños se cumplen, que el poderoso capitalismo sucumbe (al menos unos segundos) y que se joda la casta. 

La victoria del modesto enamora. Sin más.

Son los chavs, y los navajeros, y las putas y chaperos, y los borrachos y sin techo los que celebran ahora que Claudio Ranieri, ese entrenador denostado y olvidado, volara a Roma para comer con su madre mientras su equipo se alzaba campeón. Ahora, que os den por culo, debió decir. Porque el fútbol —y lo saben todos ellos— es solo la cosa más importante de las cosas menos importantes. 

Enfoquemos bien.

Hace una década, Jamie Vardy, de 29 años, vivía a base de golpes. Con una pulsera electrónica por orden judicial, navegaba entre divisiones inferiores. Y completaba las perras que se sacaba como futbolista con el salario de un empleo a tiempo parcial en una fábrica de prótesis de fibra de carbono. Era uno de esos inadaptados de Misfits, o uno de esos descentrados liberticidas de Skins. Muy a la británica. Todo bañado en cerveza. Entre pubs y hooligans.

Así que estos días, cuando escucho los relatos sobre el pasado de Vardy, me acuerdo de una historia que cuenta Javier Cansado. La primera vez que su tío fue a verlo actuar con Faemino, le esperó después del espectáculo para abordarle y comentarle, sin reparos, que “mejor estar aquí actuando que delinquiendo". Y me imagino al tío —o al padre, o a la madre, o al hermano o al amigo— del delantero del Leicester diciéndole lo mismo mientras este se conjuraba para no perder la oportunidad, quizás la última, de escribir una historia que tuvo su punto final el lunes y que, este martes, escribe su epílogo. 

El camino ya está hecho. ¡Viva la revolución! 

Leicester perdió su estatus de ciudad en el siglo XI. Lo recuperó en 1919.

Foto: Reuters

jueves, 21 de abril de 2016

El día que Prince me robó una foto

Prince supo de mí. Solo de manera fugaz. Pero, joder, si se topa contigo una puta estrella del pop mundial (aunque sea de casualidad), sacas pecho hasta que el corazón te sale por la boca y ondeas, cual hito vital, la bandera de la victoria. Como si hubieses echado el mejor polvo. Orgulloso de ese instante.

Lo admito, es cosa del ego. 

Prince se topó conmigo en diciembre del pasado año. De forma virtual. Porque no nos vimos. No nos tocamos. No nos miramos. Es que, por sincerarme, nos cruzamos en Twitter. Pero, joder, eso qué más da en estos días en los que Twitter es tan vida real como la vida misma.

Prince y yo nos cruzamos en un andén de metro, como en ese cortometraje de Fernández Armero donde Ariadna Gil y Coque Malla se desean en secreto. Quizás le guste, se preguntan en silencio, a ritmo de fotogramas, el uno sobre el otro. Pero, joder, cómo decirse algo más en estos tiempos de inseguridades ocultas tras las pantallas. 

Prince me robó una foto que yo había colgado en twitter. La simple fotografía de la portada de El País Semanal en la que él salía. Sin aviso, como hacen los grandes, pilló la instantánea (sin mencionar a su autor) y la tuiteó. Yo se lo comenté de inmediato. En plan broma, ya tú sabes Prince: el humor sevillano. Pero debe ser que los chistes en Minnesota no son como los de aquí. Pero, joder, Prince, yo qué coño iba a saber si nunca estuve en Minnesota. 

Así que Prince borró el mensaje. Y, Prince, la verdad, me jodiste. Yo soñaba con ese día en el que tú murieses y yo pudiese comentar que un día me robaste una foto. Quería exhibir tu tuit y gritar ¡Prince! como Pe gritó ¡Pedro! en Los Ángeles. Porque, Prince, cómo no supiste que nunca me importó que un puto icono del pop me robase una foto.

Joder, Prince. Y eso que éramos íntimos. 





viernes, 1 de enero de 2016

Un viaje al Estrecho

Una semana en El Estrecho da para poco. En ese escaso periodo de tiempo apenas se pueden apreciar las historias que esconde cada uno de los recovecos que perfilan las dos orillas. Algeciras, esa ciudad de cosas inadvertidas; Tarifa, rendida al viento; Gibraltar, oh my God, Gibraltar; y Ceuta, tan lejos y tan cerca. Aun así, a principios de noviembre había que intentarlo. Cuatro historias resumen cientos de kilómetros. Aquí están.


- Toma una de mis tarjetas. Tengo que gastarlas... En ellas pone que soy alcalde.

En la segunda planta del Ayuntamiento de Tarifa, junto a las puertas del despacho del regidor, una placa rememora a quienes han ostentado el bastón de mando de esta localidad gaditana. Decenas de nombres se suceden en un listado que se remonta a 1699 y que, actualmente, acaba con Juan Andrés Gil. 


Una mole de 366 metros de eslora se adentra imponente en la bahía de Algeciras. Con el peñón de Gibraltar perfilado a su espalda y bajo el insistente sol del Estrecho, el MCS Ariane enfila hacia el puerto de la ciudad gaditana en un jueves de principios de noviembre. Su señal de posición hace rato que se proyecta en una sala de pantallas, donde Macarena Gil, de 37 años, observa cada movimiento. 


Martín Zamora viste zapatos negros, pantalones negros, chaqueta negra, corbata negra y gafas de sol negras. Solo la camisa de rayas blancas y azules da respiro al luto. A sus 55 años y tras anotar hasta siete hijos en el libro de familia, camina decidido por el cementerio ceutí de Santa Catalina y se detiene frente al nicho 162 de la galería Santiago Apóstol.


Aquí, la puntualidad no llega a ser británica del todo. Simply the best, de Tina Turner, empieza a sonar con 14 minutos de retraso en el Mackintosh Hall. Los aplausos y los "¡viva!" —así, en perfecto castellano— irrumpen en este pequeño teatro del centro de Gibraltar, donde se congregan el primer martes de noviembre los militantes del GSLP, el partido en el Gobierno en coalición con los liberales. 

P. D.: La Asociación de la Prensa del Campo de Gibraltar y la Autoridad Portuaria de la Bahía de Algeciras decidieron conceder el segundo premio del 16º concurso Puerto Bahía de Algeciras al reportaje La primera 'lady pilot' de España. Muchas gracias.

domingo, 10 de mayo de 2015

El 'castell' que erigió Ronaldinho

El cronómetro cojeó muchas veces al enfundarse Ronaldinho la camiseta azulgrana. Eran esas benditas tardes en las que el tiempo se arrastraba por el espacio. El brasileño guardaba el balón en los bolsillos de sus zapatillas y lo transformaba en una sombra para los rivales; quienes, como en la alegoría de la caverna, apenas podían comprender que lo que realmente veían era la nada. Debían resignarse —y lo averiguaban al instante— a cazar moscas en vez de pelotas.

Sin prisas por hacerse adulto, Ronaldinho levantó un castell con Patrik Andersson y Quaresma de mosqueteros, que es como ir a buscar oro a Moscú sin abrigo ni gorro. Su primera arremetida llegó en una noche de verano, contra el Sevilla, cuando hasta Hércules y Julio César se bajaron de las columnas de la Alameda para aplaudir el doble dribling a la derecha y el disparo al larguero desde el anfiteatro que acabó removiendo las redes. Ese día, el reloj arrancó a la medianoche y decidió pararse para que Notario diese fe. Y punto.

A partir de entonces (2003), el Camp Nou cambió de mejilla. Ya bastaba de sopapos, de niños hartos de sorber las lágrimas cada final de temporada. Un poco de chocolate para merendar se hacía necesario. Y llegó con titulares que tiraron de lugares comunes —que si samba malabarismo—, olvidándose las crónicas deportivas de que el fútbol siempre se construye con unas botas que disfrutan al sprint. Como cuando en 2007, ya en el cenit, Sergio Ramos ni le leyó el 10 de la matrícula al enfilar hacia Casillas, epílogo de un 0-3 y de los segundos más honorables de un Bernabéu rendido al Barça renacido tras años de destierro en el desierto.

El deporte consume ídolos como chupitos a un euro. Y el gaucho quiso trincarse la fiesta que había dado a otros. Al marcharse se le perdonó todo, porque los mitos edifican memorias de complicada disolución. Quien creció con un once pegado en la pared de su habitación nunca olvida los nombres que recitaba cuando los días se dividían en dos: las horas de colegio y el resto. Así que Ronaldinho, ahora que deambula perdido por México, ya tendrá tiempo de rebuscar a sus espaldas. Porque el fútbol, como el periodismo, al final siempre se resume de la misma manera: en tugurios, de madrugada, donde los veteranos se beben el presente para ensalzar el pasado.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Decálogo para "criminalizar" inmigrantes


Once veces. Jorge Fernández Díaz se sentó el pasado 13 de febrero en el Congreso y utilizó hasta once veces la palabra “asalto” para referirse a los saltos de las vallas de Ceuta y Melilla protagonizados por inmigrantes —incluido el que había acaecido apenas siete días antes y que acabó con la dramática muerte de 15 subsaharianos en la tragedia de Tarajal—. Ese término, precisamente, se repite también en los comunicados de Interior, en las notas de prensa enviadas por las delegaciones del Gobierno y, por supuesto, en las sucesivas declaraciones de los cargos públicos de las ciudades autónomas, como Imbroda y El Barkani. ¿Casualidad?

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martes, 21 de octubre de 2014

Paciencia nunca pensó que iba a morir

Paciencia es menudita —su rostro apenas asoma tras un enjambre de micrófonos—, pero su figura emerge enorme con cada palabra. En la mañana de este lunes, sus pasos resultan cortos al adentrarse en la abarrotada habitación donde aguarda casi un centenar de periodistas, pero la dimensión de su zancada se multiplica después con cada recuerdo. "Es horroroso ver cada día cómo tu vecino muere, cómo muere el de enfrente", rememora tras unas gafas negras, con voz pausada y firme. Y sentencia: "Era horroroso escuchar sus gritos". Los de quienes, infectados como ella por el ébola, aguardaban la muerte en camillas estrechas o en colchones tirados en el suelo.


Ocurrió en Monrovia, hace apenas dos meses, en un centro para enfermos localizado a las afueras de la ciudad liberiana, donde se hacinaban los pacientes y compartían hasta 60 un solo baño. Allí se recuperó Paciencia. Paciencia Melgar. La religiosa que se quedó allá —o se dejó allá, según se mire— cuando España repatrió al misionero Miguel Pajares. La hermana que se ofreció a venir acá después, ya sana, para ceder su plasma a otro español, Manuel García Viejo, también infectado por el virus. La mujer que, finalmente, aterrizó voluntariamente en nuestro país y donó su sangre para tratar a Teresa Romero, la primera contagiada de ébola en Europa.

"No guardo rencor a nadie por no haber venido antes a España, cuando tenía el virus. Yo no soy española", recalca ante los atentos reporteros. Y añade a continuación, sin permitir que pase un solo segundo: "Hoy me alegro de estar aquí haciendo el bien". Porque, para ella, natural de Guinea Conakry, eso es lo importante. Lo repite. "Ya he donado dos veces. Pero, si me siguen necesitando, estoy dispuesta a seguir donando por el bien común y para salvar otras vidas".

Suena sincera. Se emociona. Y vuelve a recordar esas semanas de vida —de supervivencia, mejor dicho— en el centro de aislamiento para infectados por el virus, a donde llegó tras echarse a la espalda más de 11 años como misionera en Monrovia, trabajando en el hospital de San José. Paciencia deja claro que, durante aquellos días, no pasó miedo. Que "somos hombres y mujeres de Dios". "Que confiamos en un Dios-amor que entregaba su vida por los demás". Que eso le daba fuerzas.

Paciencia, insiste, en ningún momento pensó que iba a morir.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Estampas madrileñas (VIII)


Estampas anteriores:
- Estampa VII: El domador de Lavapiés: "-¡Aquí tenéis al domador que se comió un brazo del león! -¡Será al revés! -No, señor."
- Estampa VI: Belén chulapo: "Estar contra lo ya pensado, contra la tradición, de la que no se puede prescindir, pero en la que no se puede confiar"