Irreverente, histriónico, caricaturesco, impertinente e insolente. Groucho Marx (sí, ese señor con bigote y puro) irrumpió en la década de los 30 en el cine de Hollywood para ponerlo patas arriba, para volver locos a productores y a toda la industria del séptimo arte. Ya fuera en solitario o acompañado por alguno de sus hermanos, este neoyorquino nacido a finales del XIX supo diseccionar la realidad social de la época para, desde dentro, arremeter contra ella y derribar los estigmas sociales, los dogmas y lo políticamente correcto. Sin remordimientos o reparos, Groucho embistió contra las clases altas, los intelectuales, el matrimonio, el Gobierno y la religión; criticó el capitalismo, el comunismo, a los banqueros y a la televisión; habló de sexo, de la felicidad e, incluso, de Dios. Y siempre con un humor ácido, surrealista y paranoico. “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”, dijo alguna vez.
Groucho apareció en plena revolución del cine sonoro, cuando la Gran Depresión y los terribles años 30 hacían mella en una sociedad norteamericana anestesiada por el bipartidismo. Así, lejos del humor blanco de Buster Keaton o de las complicadas tramas sociales del arte mudo de Charles Chaplin, el mediano de los Marx inició una sublevación del guionista tradicional. De hecho, encandiló al público y a la crítica con conversaciones disparatadas, diálogos dementes y dobles sentidos. Con cientos de citas célebres y otras tantas frases falsamente adjudicadas, el cómico estadounidense ideó una nueva fórmula para atraer a la gran masa que hasta entonces yacía aburrida en sus butacas: dejó de tratar a todos ellos como idiotas, para hablarles de igual a igual y confiar en su agudeza e inteligencia. Quizás, este señor, al que Woody Allen calificara como el mejor humorista de la historia, ha sido uno de los pocos intelectuales que arrastró al gran público hacia el raciocinio y el pensamiento equilibrado. Para ello, echó mano de la ironía más contundente, del sarcasmo, la parodia y la sátira. “Cuando muera quiero que me incineren y que el diez por ciento de mis cenizas sean vertidas sobre mi representante”, sentenció.
Aunque Groucho no dejaba de ser un personaje, una mera representación teatral, el alter ego de Julius Henry Marx (el verdadero nombre del neoyorquino). De hecho, cuando uno de sus hermanos, Chico, se disfrazó de él en Sopa de Ganso (1933) adquirió inmediatamente esa idiosincrasia y argumentó en plena disputa con otro de los protagonistas del film: “¿A quién va a usted a creer, a mí o sus propios ojos?”.
Aunque Groucho no dejaba de ser un personaje, una mera representación teatral, el alter ego de Julius Henry Marx (el verdadero nombre del neoyorquino). De hecho, cuando uno de sus hermanos, Chico, se disfrazó de él en Sopa de Ganso (1933) adquirió inmediatamente esa idiosincrasia y argumentó en plena disputa con otro de los protagonistas del film: “¿A quién va a usted a creer, a mí o sus propios ojos?”.
Ingenioso, brillante, sagaz y clarividente. Posteriormente, ya en los 50, cuando sus grandes películas formaban parte de la historia del celuloide –sobre todo, Una noche en la ópera (1935) y Un día en la carreras (1937)-, Groucho tuvo que regenerarse, reinventarse. Y optó entonces por la radio y la televisión. En dichos medios de comunicación se presentó a las nuevas generaciones, a aquellos que poco recordaban de las desequilibrados hilos argumentales de los primeros filmes de los hermanos Marx. A pesar de ello, el cómico nunca se mordió la lengua y, además, rara vez sintió el compromiso de no criticar a la propia caja tonta, la que le daba de comer desde mediados del siglo XX. “La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien la enciende, voy a la biblioteca y me leo un buen libro”, señaló.
Él, que nunca quiso pertenecer a un club que lo admitiera como socio; que afirmó que la felicidad está compuesta de pequeñas cosas (“un pequeño yate, una pequeña mansión y una pequeña fortuna”). Groucho Marx. Un genio, un ególatra, un irreverente indispensable. Alguien indescifrable al cien por cien, incomprensible en su totalidad. Un personaje complicado, obscenamente enigmático. Un estadounidense para la historia, un actor para el recuerdo, un humorista para la eternidad. “No estoy seguro de cómo me convertí en comediante o en actor cómico. Tal vez no lo sea. En cualquier caso, me he ganado la vida muy bien durante una serie de años haciéndome pasar por uno de ellos”, concluyó él mismo.
Él, que nunca quiso pertenecer a un club que lo admitiera como socio; que afirmó que la felicidad está compuesta de pequeñas cosas (“un pequeño yate, una pequeña mansión y una pequeña fortuna”). Groucho Marx. Un genio, un ególatra, un irreverente indispensable. Alguien indescifrable al cien por cien, incomprensible en su totalidad. Un personaje complicado, obscenamente enigmático. Un estadounidense para la historia, un actor para el recuerdo, un humorista para la eternidad. “No estoy seguro de cómo me convertí en comediante o en actor cómico. Tal vez no lo sea. En cualquier caso, me he ganado la vida muy bien durante una serie de años haciéndome pasar por uno de ellos”, concluyó él mismo.
Publicado en la revista Nuestro Ambiente
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