Es la leyenda de un lustro. De 1987 a 1992. Es el transcurso del
tiempo, la transformación social, el pelotazo urbanístico, los yonkis de
los 80, la maldita heroína, la España del VHS y del Beta. Grupo 7
(2012) es el pasado de Sevilla, sin ser su historia. Es el currículo de
lo inacabado, de lo latente y cambiante; es el retrato de un mundo
religiosamente pagano y profundamente devoto. Es la narración de dos
ciudades en una: la cara bonita y el lado oscuro de la capital andaluza.
Alberto Rodríguez, intenso director español, construyó un relato
policiaco en el lecho del Guadalquivir. Con la Expo 92 como telón de
fondo y horizonte, el cineasta regala una película de acción y
costumbrismo. Una metafórica mezcla de lo mejor y lo peor, de las dos
caras de la moneda, de la finísima línea por la que debe andar el
hombre; ese delicado hilo que separa la corrupción del ejemplarismo.
Acelerada.
Penetrante. Fuerte. Sutil. El film perfila a un equipo de agentes
metidos a chanchulleros, a narcotraficantes y a matones. La ciudad
hispalense se preparaba para la Exposición Universal y les tocaba a
ellos limpiar las calles del centro. La basura había que sacarla del
casco urbano y esconderla bajo las alfombras, convertidas en extrarradio
y polígonos (donde aún reposa; aunque, tan lejos, quienes mandan apenas
la ven ahora). Liderados por un pésimo y artificial Mario Casas, uno de
los pocos puntos flojos de la cinta, el Grupo 7 cambia papelinas por
información, dinero y confidencias; permite que algunos prosigan con su
cuestionable negocio, mientras encarcelan a otros. Y, todo ello, para
lustrarse con éxitos policiales y medallas. Los cuatro protagonistas
recurren a los métodos que deben combatir: la mentira, el chantaje, la
intimidación y las palizas indiscriminadas.
Desde luego,
la película de Alberto Rodríguez es un cuadro de la Sevilla en
transición, de la Sevilla de andamios y grúas, de la Barqueta a medio
edificar. Y en esa imagen en construcción sobresale un Antonio de la
Torre sublime, delicioso, carismático y penetrante. Un actor
inconmensurable que contrasta radicalmente con el adulterado Mario
Casas. De la Torre exhala cine. Cada mirada, cada silencio, cada palabra
inunda la pantalla. Junto a él, otros enormes secundarios (Joaquín
Núñez y José Manuel Poga) que ejercen de idóneo contrapunto, al más puro
estilo del Arlequín de la Comedia del Arte italiana. A través de ellos
la película se nutre con chascarrillos y guasa de roña y grasa, de
taller mecánico y tasca de barra metálica, de cerveza en caña baja y
platillo de avellanas. Ellos perfilan esa adecuada textura social que
enmarca la Sevilla pre-Expo 92. Un ambiente de capillismo y progreso, de
excesos, de inusitadas miradas al futuro y olvido del pasado.
Aún
así, el director español se esfuerza a la hora de hablar, sobre todo,
de la impunidad y la doble moral. El cineasta acierta cuando conversa
con los bajos fondos de la ciudad, aliñados al limón del sudor andaluz,
de la ternura de clase baja. Hay carroña y sinvergonzonería. Hay putas y
policías. Hay heroínas. Y, sobre todo, hay droga, yonkis, jeringuillas y
papelas. Un conjunto armonizado con la textura del drama y costumbrismo
urbanita.
Rodríguez disfraza sus argumentos con estampas
cotidianas: la comunión del chiquillo, la botella de whisky, el llanto
del niño a medianoche y el politiqueo consistorial. Gracias a ello, a
ese contraste, el director logra sacar una sonrisa al espectador en
ciertos momentos; y, además, en otros, consigue arrancarle una mueca al
universo de los fracasados. Al fin y al cabo, Grupo 7 es una película de
senderos. Un film que describe los caminos de la vida y como estos se
entrecruzan, como los buenos y malos se encuentran destinados a hallarse
en el asfalto (para darse la mano o enfrentarse, ya cada uno elige).
Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)
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