jueves, 27 de mayo de 2010

¿Y tú quién eres?

El destino decidió jugar con él, con su vida y recuerdos, con los sueños que imaginó y que ahora se desvanecen con el paso constante de las madrugadas. En su última película, Antonio Mercero se atrevió a hacerle un guiño a la vejez, a la muerte, y tratar de esquivar el devenir de los años. El farol acabó convirtiéndose en la peor de las manos, en una simple pareja de doses, vacua y vacía; y el sino mostró póker o escalera de color sin tan ni siquiera esperar a que su contrincante descubriera las cartas. ¿Y tú quien eres?, preguntó Mercero al titular su film en 2007. Y Manuel Alexandre y José Luis López Vázquez como los escuderos de antaño, le ayudaron a narrar y hablar del Alzheimer, de esa cruenta enfermedad que arrebata lo esencial de cada individuo, lo que le hace único, lo que le hace ser: su memoria. Un mal que actualmente acorrala al propio director.

Sería injusto ensalzar ahora un metraje apagado e insulso, incapaz de despertar grandes emociones o sobresaltar al espectador. La cinta que firmó Mercero no es la mejor muestra de su cine, de su saber hacer, de su maestría, de su manejo de la cámara, de los tempos o de la tensión. Mucho antes de acabar este último trabajo ya había demostrado su capacidad para empujar al público hacia los sentimientos más recónditos, para llevarlo en volandas en pos de sus temores, fobias o ilusiones; para desgranar una realidad aburrida y convertirla en un espectáculo audiovisual.



El Goya que Álex de la Iglesia decidió entregarle este año no fue sólo un premio a su carrera. Fue un galardón al triunfo de la innovación en años marcados por la sensiblería más hortera y un simbolismo desfasado; un recuerdo a su gran obra maestra, a La cabina (1972). Un cortometraje que concentró la atención del mundo en un metro cuadrado (por dos de alto) y sembró la angustia en los hogares de toda España. En una época en la que aún uno podía pasarse las noches en vela viendo la carta de ajuste, Antonio Mercero supo renovar un cine patrio apagado y encorsetado por la censura. Y es que, sin hablar más de la cuenta, el cineasta gritó a los cuatro vientos la falta de libertades en un país que deseaba deshacerse de los barrotes que lo tenían enclaustrado. Desde entonces, José Luis López Vázquez se convirtió en un metáfora andante, en un símbolo que significaba mucho más de lo que decía.

Y después la televisión, su medio predilecto, le permitió en los 80 dejar huella en varias generaciones de jóvenes. En 1981 se emitió por primera vez Verano Azul y Chanquete, Clara, Javi o el Piraña recorrieron kilómetros silbando en sus bicicletas. Y lo mejor de todo, haciéndoles silbar a los demás, a los niños que merendaban todas las tardes pan con unas onzas de chocolate, mientras absortos veían como en las playas de Nerja se gritaba el No nos moverán y se lloraba la muerte de un pescador encallado.



Pero los tiempos de reivindicaciones quedaron atrás y los 90 trajeron consigo comedias dulzonas, con un regustillo sensiblero y melodramático. Ahí es donde volvió a aparecer Mercero, para abrir una Farmacia todos los miércoles por la noche, a horas intempestivas. Y entre guardia y guardia, Lourdes y Adolfo (o lo que es lo mismo, Concha Cuetos y Carlos Larrañaga) se atrevieron a varear suavemente los quebradizos pormenores de una conciencia social en cambio. Al final, con sencillez y lejos de todo lujo, un pequeño cartel en la puerta de la botica anunció el adiós definitivo del director de la pequeña pantalla. Ese ya famoso “cerrado por amistad” supuso la conclusión de un ciclo brillante para la carrera de Antonio: tres décadas haciendo televisión y triunfando en ella.

Y cuando las grandes cadenas le dieron portazo y atrancaron sus accesos con el producto más rancio y rentable que encontraron, cuando adivinaron que la basura genera más dinero que la calidad o la decencia; entonces es cuando a Mercero le dio por regresar a sus orígenes, a ese cine humano marcado por pequeñas historias. Y volvió a los personajes que ya le habían encumbrado antes, a aquellos desgraciados que no les queda otra que enfrentarse resignados a sus fobias, a las horribles adversidades que el sino se encarga de atribuir, a un destino cruel e injusto. Así nació Planta 4ª (2003), el intenso retrato de unos niños enfermos de cáncer. Desde un hospital cualquiera, sin importar el resto del mundo o ese más allá erigido tras las vallas del centro, los jóvenes se enfrentan a la crueldad de la vida. Y a través de un diminuto ojo de buey, el director sabe perfilar perfectamente la vertiginosa velocidad que define al ser urbano: esa ausencia de pausa o de reflexión, la incapacidad de saborear cada instante, de aprovechar cada segundo, de sacarle jugo a todo momento. Porque, al final, puede que todo se nos olvide.

Artículo publicado en la revista Nuestro Ambiente

1 comentario:

  1. Lo he leido con retraso pero me ha encantado igualmente. ¡Muy buena Chema!

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