Sólo a él se le podía ocurrir vaciar la Gran Vía a plena luz del día, despojarla de su más intrínseca naturaleza; robarle a esa cuesta madrileña el sonido de los coches que la recorren, los gritos de los vendedores ambulantes, el chillerío de las masas que pasean por las aceras, el runrún de los comercios abiertos. Amenábar se atrevió a desafiar al ritmo urbano del siglo XXI, cuando apenas faltaban unos años para cerrar la centuria anterior. Y colocó en un asfalto desierto a Eduardo Noriega: para que contemplara los inmensos edificios e intentara divisar el final de los infinitos rascacielos; para que, atento, escudriñara los resquicios del silencio y adivinara el pasar de los segundos. Abre los ojos (1997) era su segunda película, pero a Alejandro no le hizo falta más para renovar la ficción española y convertirse en el nuevo Midas del cine patrio.
Aunque años antes ya había dado un puñetazo sobre la mesa y dejado claro a media Europa que el futuro del séptimo arte en este continente tendría mucho que ver con lo que maquinara su imaginación. Porque cuando la palabra “novel” aún colgaba de su espalda, cuando el alcohol se diluía en las noches de la capital y sus 24 primaveras no eran más que un impedimento para la industria; entonces se inventó una historia de asesinatos y torturas en plena Universidad Complutense. Allí, donde un tiempo atrás comenzó sus propios estudios de comunicación. En esos estrechos pasillos de la Facultad de Información entretejió las vidas de dos jóvenes y las embadurnó con sangre, rencor y suspense. Tesis (1996) se alzó como la gran sorpresa de la última década del XX y le valieron, ni más ni menos, que seis cabezones de un tal Francisco de Goya. Porque si casi dos lustros después de su estreno en celuloide aún le recordaban algunos profesores de aquella escuela, sería por la mirada que modificó la manera de elaborar películas españolas. Amenábar demostró que, de los Pirineos para abajo, también hay cabida para un cine diferente, indescifrable, delicioso.
Por ello, vio en Hitchcock la mejor fuente a la que acudir, donde llenar su cántaro y porrón. En el inglés halló el agua que beber, la luz que seguir, la silueta que perfilar. Y quien no lo crea, que vea Heminóptero, un cortometraje de 1992 en el que ya empleó las técnicas que tan famoso hicieran al cineasta británico. Esa mezcla de tensión y angustia en 24 milímetros; el lento recorrido de los inciertos fotogramas que terminan en una demoledora traca final. Y es que la admiración hacia ese bonachón (que odiaba trabajar con niños y animales) llegó a tal punto, que al madrileño se le ocurrió imitar sus breves apariciones en la pantalla. Como quien no quiere la cosa, Alejandro se paseó delante del cinematógrafo, fugaz interrumpió el encuadre sin casi dejarse ver. Pero el calado era demasiado potente.
Por ello, los americanos no desaprovecharon la oportunidad. Y, además de comprarle algunos derechos de autor que por allí andaban perdidos, también le empujaron a atreverse con el Terror. De esta forma, apoyándose en las columnas del suspense que sostienen su formación, Amenábar compuso Los Otros (2001). Tuvo que venir una estadounidense, Nicole Kidman, para abanderar la reformulación del género en España. Ella fue la imagen y el cartel, pero detrás ya cuajaba la idea de la universalidad. Porque Alejandro parece empeñado en emular a otro clásico, Stanley Kubrick, de quien dicen que fue el único director de la historia capaz de tocar todos los géneros y hacer una obra maestra. Desde luego, si no lo consiguió, estuvo muy cerca. Y el madrileño quiere adentrarse en dicho camino.
El Oscar lo confirmó en 2004, cuando pinceló Mar Adentro. Un drama desgarrador, arriesgado y atrevido; que abordó la eutanasia sin rodeos y demagogias. Amenábar dibujó la vida y la muerte; y las enfrentó desde la voz de un hombre postrado en la cama, inmóvil, impotente, vencido, incapaz de vivir por si mismo o a través de los demás. Tal fue la magnificencia de la empresa, que el cineasta tardó cinco años en volver a empuñar la claqueta. Pero cuando regresó, cuando olió de nuevo el nitrato del celuloide; le regaló al espectador un proyecto faraónico y sobresaliente. Ágora (2009) deja de lado los sentimentalismos y el corazón; abordando desde el raciocinio los excesos de la religión y la incongruencia del extremismo. Y ahora, casi un año después de su primera proyección, tan sólo se puede esperar. Una condena que el paso del tiempo se encargará de vencer y, cuando la pantalla muestre los créditos de su nueva cinta, entonces: calla, escucha y abre los ojos.
Por ello, vio en Hitchcock la mejor fuente a la que acudir, donde llenar su cántaro y porrón. En el inglés halló el agua que beber, la luz que seguir, la silueta que perfilar. Y quien no lo crea, que vea Heminóptero, un cortometraje de 1992 en el que ya empleó las técnicas que tan famoso hicieran al cineasta británico. Esa mezcla de tensión y angustia en 24 milímetros; el lento recorrido de los inciertos fotogramas que terminan en una demoledora traca final. Y es que la admiración hacia ese bonachón (que odiaba trabajar con niños y animales) llegó a tal punto, que al madrileño se le ocurrió imitar sus breves apariciones en la pantalla. Como quien no quiere la cosa, Alejandro se paseó delante del cinematógrafo, fugaz interrumpió el encuadre sin casi dejarse ver. Pero el calado era demasiado potente.
Por ello, los americanos no desaprovecharon la oportunidad. Y, además de comprarle algunos derechos de autor que por allí andaban perdidos, también le empujaron a atreverse con el Terror. De esta forma, apoyándose en las columnas del suspense que sostienen su formación, Amenábar compuso Los Otros (2001). Tuvo que venir una estadounidense, Nicole Kidman, para abanderar la reformulación del género en España. Ella fue la imagen y el cartel, pero detrás ya cuajaba la idea de la universalidad. Porque Alejandro parece empeñado en emular a otro clásico, Stanley Kubrick, de quien dicen que fue el único director de la historia capaz de tocar todos los géneros y hacer una obra maestra. Desde luego, si no lo consiguió, estuvo muy cerca. Y el madrileño quiere adentrarse en dicho camino.
El Oscar lo confirmó en 2004, cuando pinceló Mar Adentro. Un drama desgarrador, arriesgado y atrevido; que abordó la eutanasia sin rodeos y demagogias. Amenábar dibujó la vida y la muerte; y las enfrentó desde la voz de un hombre postrado en la cama, inmóvil, impotente, vencido, incapaz de vivir por si mismo o a través de los demás. Tal fue la magnificencia de la empresa, que el cineasta tardó cinco años en volver a empuñar la claqueta. Pero cuando regresó, cuando olió de nuevo el nitrato del celuloide; le regaló al espectador un proyecto faraónico y sobresaliente. Ágora (2009) deja de lado los sentimentalismos y el corazón; abordando desde el raciocinio los excesos de la religión y la incongruencia del extremismo. Y ahora, casi un año después de su primera proyección, tan sólo se puede esperar. Una condena que el paso del tiempo se encargará de vencer y, cuando la pantalla muestre los créditos de su nueva cinta, entonces: calla, escucha y abre los ojos.
Publicado en la revista Nuestro Ambiente
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