domingo, 6 de octubre de 2013

Tony Soprano alza el vuelo

El lío de Tony Soprano comienza el día en que una familia de cinco patos se pelea en su piscina. Se pelea y se marcha de allí para siempre. Para no volver. Sin previo aviso. Le dicen a Tony aquello de “ahí te quedas chaval” y emprenden el vuelo para no regresar. Es entonces, justo en ese momento de aleteo hacia el cielo, cuando el líder de Los Soprano sufre un ataque de ansiedad. Quizás, síntoma de alguna metáfora interiorizada en demasía. Ya saben, eso del abandono, del síndrome del nido vacío, de una infancia sin cariño. Quién sabe. Pero, claro, él no es un cualquiera. Y como no está muy bien visto que el jefe de la mafia de New Jersey no sepa controlar sus nervios, este gordinflón italo-americano acude a escondidas a una psiquiatra para que rebusque en su alma y purgue sus penas. Así que, nada más arrancar el primer capítulo de la serie de televisión más aclamada de la historia, tenemos a un capo enfrentado a un butacón, a su pasado y a su conciencia. 



Él es Tony Soprano. Y él fue James Gandolfini, actor que falleció el pasado 19 de junio de un ataque al corazón. Murió en Roma. En la ciudad eterna. Como él, que perdurará siempre gracias a ese melancólico mafioso al que dio vida durante nueve intensos años. De él -de Tony- recordaremos como se levanta cada mañana, agarra su bata blanca del baño y sale a recoger el periódico al porche de su típico adosado de la clase alta americana. Como si nada. Como si la noche anterior no hubiese disparado una pistola automática, no hubiese engañado a su mujer con varias amantes o no hubiese mandado a algún “amigo” a dormir junto a los peces. 

Tony es -porque su personaje sigue vivo- un tipo de andares lentos y trastabillados; de cabeza gacha y ojos hundidos; de mirada profunda, dirigida siempre de abajo a arriba. Es un hombre corpulento, que te embauca con una simpatía desafiante; que consigue que comprendas momentáneamente por qué lleva un negocio tan sucio: de drogas, armas y putas. “Mi padre estaba en ello, mi tío estaba en ello, mis amigos estaban en ello. Tal vez fuera demasiado vago como para hacer otra cosa”, relata en un capítulo. 

Y lo entiendes. Dejas de lado tus planteamientos morales y éticos. Te dices que, tal vez, tú hubieras hecho lo mismo, que no se puede pelear contra el destino y que el camino está marcado. Y el relativismo se apodera del espectador hasta que una bala rompe el encanto, derrama sangre por el suelo y te devuelve a la cruda realidad. Cuando estamos a punto de conectar emocionalmente con el personaje, a punto de compadecerle; Tony nos muestra su verdadera, despiadada y monstruosa personalidad. Nos estruja las entrañas y nos advierte de su crueldad. Nos avisa. Nos dice que vive en una guerra, que coquetea con la muerte; que negocia con las cartas marcadas porque, si él no las tuviera señaladas, entonces sería su funeral el que celebrarían al día siguiente.



A lo largo de 86 capítulos lo conocemos profesionalmente y personalmente. Escuchamos sus discursos en las comidas familiares, lo vemos discutir con su mujer -la sufrida Carmela- y abroncar a sus hijos adolescentes. Lo observamos como padre, como marido, como hijo y hermano. Y lo entendemos porque, en todo ello, es igual a cualquier otro. En esas pugnas y peleas no existen atajos. Y Tony sufre la cotidianidad, la  monotonía, la incomprensión e, incluso, la falta de cariño. Como cualquier otro. 

Pero, aunque parezca un enmendado hombre de familia, a Tony Soprano le mueve la ambición. Y lo cuenta mientras se rodea de strippers en el Bada Bing!, el club que regenta junto a sus compinches y que les sirve de tapadera. “¿Te acuerdas de la historia que me contaste sobre el padre toro hablando con su hijo? Desde lo alto de una colina miran a un grupo de vacas y el hijo mira al padre y le dice: '¿Por qué no bajamos corriendo y nos follamos a una?'. ¿Te acuerdas de lo que el padre contesta? El padre contesta: '¿Por qué no bajamos andando y nos las follamos a todas?”. Y eso hace Tony Soprano. Quedarse con todo. 

Y Gandolfini -o Tony- se sienta en aquel sillón del psiquiatra cuando no le queda otra, cuando lucha ya contra su propia existencia, cuando pelea en una batalla perdida de antemano, donde no existen héroes, donde sólo quedan los miedos y los anhelos. Gandolfini -o Tony, o cualquier persona en algún momento- se sienta allí cuando sabe que el final (la muerte) no puede cambiarse. Y la vida, desgraciadamente, ya tampoco. 

Escrito para la revista Nuestro Ambiente

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