martes, 25 de junio de 2013

Lo que empieza y acaba con una sonrisa

La sintonía que perfiló el miedo a lo desconocido empezó con risas. Steven Spielberg soltó una carcajada el día que John Williams, compositor neoyorquino, interpretó al piano la base de la futura banda sonora de Tiburón (1975). Era la primera vez que escuchaba esa melodía. Tras la primera sonrisa, al cineasta casi le da un soponcio al saber que aquello no era una broma. Sentado ante el teclado y con Spielberg junto a él, el músico presionó de forma reiterada la misma tecla, para volverse después y explicar que en ella residiría la esencia del suspense. Pero costó convencer al director. “Toqué al piano la línea de bajos simple E-F-E-F que todos conocemos y al principio Spielberg se rió”, relató el propio Williams en una entrevista concedida a la revista Hoy Cinema. Finalmente y afortunadamente, la insistencia surtió efecto. Y el cineasta, que afrontaba por entonces su segunda película, terminó persuadido. “Intentémoslo”, dijo. Y así lo hicieron.


La cinta llegó a las salas norteamericanas el 20 de junio de 1975. Fue en pleno verano, cuando las playas estadounidenses se abarrotan de bañistas y los pueblos costeros multiplican su población. Desde el primer momento, la película se convirtió en un fenómeno audiovisual. Los adolescentes y adultos hacían cola para asustarse, para sufrir ante la incertidumbre que la pantalla les regalaba. Y en ese terrorífico juego de silencios, de eternas esperas, la música desempeñó un papel fundamental. “Pienso que la banda sonora es claramente responsable de la mitad del éxito de la película”, afirmó Spielberg en varias ocasiones. Una tesis sobre la que profundizó más adelante, al comparar la sintonía de Tiburón con la elaborada por Bernard Herrmann en 1960, cuando compuso para Hitchcock la melodía de su memorable Psicosis.

El film de Spielberg se convirtió en la película más taquillera de la historia y así aguantó hasta la irrupción del Star Wars de Gerge Lucas. Además, Williams ascendió hasta el Olimpo: ganó su segundo Oscar, tras conseguirlo antes con El violinista en el tejado (1971), y se le consideró desde entonces como uno de los regeneradores de las bandas sonoras. De hecho, una encuesta de 2005 del American Film Institute concluyó que la sinfonía de Tiburón se encontraba entre las diez más “memorables” de la historia del séptimo arte. “Antes, ya había hecho El violinista en el tejado y también había trabajado con directores como William Wyler y Robert Altman entre otros, pero Tiburón me dejó helado”, rememora el compositor neoyorquino.

La clave de la cinta de Spielberg reside en esa evocación de la incertidumbre, en esa constante ausencia de lo conocido. Durante toda la película, los protagonistas deben enfrentarse y controlar el terror psicológico que se desprende de lo sobrehumano, de lo que no controlan y de lo que les supera en fuerza y entendimiento. Muy lejos de las monstermovies de serie B, el director norteamericano merodea por las cercanías del miedo más primario del ser humano, hurgando en lo cotidiano para trazar el horizonte y las dunas de las soleadas playas de Amity Island (Nueva Inglaterra), donde se ambienta la historia.



Tiburón no es sólo el enfrentamiento del hombre contra la naturaleza. El espectador también puede leer entre líneas una profunda crítica hacia la hipócrita sociedad, corrupta y enferma. Es el dinero lo que importa en ese pequeño pueblecito de los Estados Unidos. Ni dos muertes son suficientes para que el alcalde y los comerciantes se decidan por cerrar las playas, no vaya a ser que los dólares huyan a pueblos vecinos.

Años más tarde, ya en los 90 y en plena época digital -cuando se pudo dejar de lado las enormes máquinas que dieron vida a los monstruos de Hollywood durante décadas-, el creador de Indiana Jones volvería a reinventar el género, esta vez con Jurassic Park (1993) y con una nueva etapa de explotación comercial a través de grandiosas campañas de merchandising. Pero en 1975 aún quedaba mucho camino por recorrer.

El andado por un trío interpretativo de excepción. Roy Scheider fue el moralista jefe de la policía, que parece cargar a sus espaldas la responsabilidad de todo el mal que se genera en Amity Island. A su lado se alzan dos personajes de altura, que asumen progresivamente el protagonismo de la cinta. Por un lado, Richard Dreyfuss ejerce como el estudioso de los tiburones que llega para ayudar al pueblo, un personaje demasiado inteligente y pijo. El contrapunto de Robert Shaw, a quien encontramos erguido sobre la proa de un barco. Es la versión moderna del Capitán Ahab, un corrosivo marinero, prepotente y cínico. Los tres conducen por el mar hasta chocar con su pesadilla, ese escualo del que se despiden con rabia y entre explosiones: "Sonríe, hijo de puta".

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