La película comienza y acaba sobre las tablas de un teatro, con los espectadores observantes; cada cual, con su propia visión e historia. Ante un patio de butacas abarrotado, dos mujeres llenan un escenario inerte. Lo copan y absorben, como si tan sólo existiesen ellas en esos instantes. Se retuercen y encorvan; arquean las manos y flexionan las articulaciones. Histriónicos movimientos invaden la pantalla. Vestidas únicamente con un ligero camisón, transmiten sufrimiento y desesperación. Algo les desgarra el alma; las golpea con virulencia; les atraviesa las entrañas, arrebatándoles la vida lentamente, paso a paso; sin que nadie pueda ofrecerles un remedio. La piel de sus brazos y piernas aparece desnuda. Es una danza silente y consternada; ante la que el corazón se encoge, al visualizar la pugna de dos mujeres contra lo irreal y difuso; la pelea contra el maldito e inevitable transcurso del tiempo.
En aquella escena tan dramática, repentinamente, ...
ambas se lanzan a la carrera por un espacio plagado de sillas; donde un hombre (cuya presencia se explica desde un punto de vista más metafórico que real) acierta a apartarlas de su camino. Así arranca Hable con ella (2002), de Pedro Almodóvar. Así empieza la película más desconcertante del cineasta manchego; que optó ese año por abandonar la transgresión y evocar la soledad, la muerte y la complejidad de los lazos humanos.
El popular director –tan aclamado por la crítica internacional- compone un relato delicado y melancólico; lejos de ese pop ochentero de los años de la Movida madrileña. El cineasta abandona en esta ocasión las complicadas y enrevesadas tramas de sexualidad, complejos y desorden. En cambio, se decide por la afable técnica del clasicismo. Y, gracias a ella, Almodóvar narra la extraña relación entre un enfermero y su paciente: una chica que sufre un coma supuestamente irreversible. Una historia que únicamente se presenta como la excusa idónea para adentrarse y profundizar en la soledad del ser humano, en el aislamiento, en la incomunicación del urbanita del siglo XXI.
El film transcurre de una forma natural, sin grandes altibajos; y el espectador siente como si navegara por unas tranquilas y apacibles aguas, como si lo acontecido fuera lo necesario, como si lo sucedido fuera lo inevitable. Y es que el metraje fluye casi instintivamente; perfilado con un tono frío, clínico y evasivo. “El logro más notable de Hable con ella radica en que juega con la identificación del espectador y la desafía. Es una profunda meditación sobre el modo en que hablamos con las personas y a través de los objetos y textos que expresan nuestra vida”, señala Adrian Danks, colaborador de la revista Senses of Cinema.
De esta forma, mientras que la primera escena mostraba los movimientos artificiales y dolientes de dos mujeres; Almodóvar utiliza a dos hombres en el resto de la película: dos herramientas adecuadas (Javier Cámara y Darío Grandinetti) para abordar el sufrimiento, la muerte y la soledad que queda tras ella. Pero el manchego lo hace con sobrada candidez; como si escuchara aquellas palabras que pronunció Antonio Gala hace apenas unos meses. “No me entristece el hecho de terminar: lo veo tan natural como una puesta de sol”, afirmó el escritor cordobés en cierta ocasión.
Así, con la misma sencillez con la que el sol se oculta cada jornada, Hable con ella describe el pesar del abandono, el desconsuelo del que yace junto a la cama. Y, aprovechando también los acordes de la guitarra española; Almodóvar regresa en los últimos minutos de la cinta a las mismas tablas del teatro que se mostraron al principio. Un escenario donde ya nadie sufre; un lugar ocupado ahora por un acompasado baile de parejas, que acompañan a una música alegre y a un decorado de hojas verdes. El dolor dejó paso a la esperanza. Relatado con una sorprendente naturalidad, el director nos deja muy claro que resulta inútil luchar contra el tiempo. Esa batalla está perdida; así que intentemos vencer en otras.
Publicado en la revista Nuestro Ambiente
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