En la época de los lobos de Wall Street, triunfó la Inglaterra industrial. La de los desheredados. La de los huérfanos e inválidos, perfilada con letra de Dickens y destripada por Owen Jones. Ganó el Leicester la Premier y la working class respiró aliviada: que sí, que los sueños se cumplen, que el poderoso capitalismo sucumbe (al menos unos segundos) y que se joda la casta.
La victoria del modesto enamora. Sin más.
Son los chavs, y los navajeros, y las putas y chaperos, y los borrachos y sin techo los que celebran ahora que Claudio Ranieri, ese entrenador denostado y olvidado, volara a Roma para comer con su madre mientras su equipo se alzaba campeón. Ahora, que os den por culo, debió decir. Porque el fútbol —y lo saben todos ellos— es solo la cosa más importante de las cosas menos importantes.
Enfoquemos bien.
Hace una década, Jamie Vardy, de 29 años, vivía a base de golpes. Con una pulsera electrónica por orden judicial, navegaba entre divisiones inferiores. Y completaba las perras que se sacaba como futbolista con el salario de un empleo a tiempo parcial en una fábrica de prótesis de fibra de carbono. Era uno de esos inadaptados de Misfits, o uno de esos descentrados liberticidas de Skins. Muy a la británica. Todo bañado en cerveza. Entre pubs y hooligans.
Así que estos días, cuando escucho los relatos sobre el pasado de Vardy, me acuerdo de una historia que cuenta Javier Cansado. La primera vez que su tío fue a verlo actuar con Faemino, le esperó después del espectáculo para abordarle y comentarle, sin reparos, que “mejor estar aquí actuando que delinquiendo". Y me imagino al tío —o al padre, o a la madre, o al hermano o al amigo— del delantero del Leicester diciéndole lo mismo mientras este se conjuraba para no perder la oportunidad, quizás la última, de escribir una historia que tuvo su punto final el lunes y que, este martes, escribe su epílogo.
El camino ya está hecho. ¡Viva la revolución!
Leicester perdió su estatus de ciudad en el siglo XI. Lo recuperó en 1919.
Foto: Reuters