
Sin prisas por hacerse adulto, Ronaldinho levantó un castell con Patrik Andersson y Quaresma de mosqueteros, que es como ir a buscar oro a Moscú sin abrigo ni gorro. Su primera arremetida llegó en una noche de verano, contra el Sevilla, cuando hasta Hércules y Julio César se bajaron de las columnas de la Alameda para aplaudir el doble dribling a la derecha y el disparo al larguero desde el anfiteatro que acabó removiendo las redes. Ese día, el reloj arrancó a la medianoche y decidió pararse para que Notario diese fe. Y punto.
A partir de entonces (2003), el Camp Nou cambió de mejilla. Ya bastaba de sopapos, de niños hartos de sorber las lágrimas cada final de temporada. Un poco de chocolate para merendar se hacía necesario. Y llegó con titulares que tiraron de lugares comunes —que si samba y malabarismo—, olvidándose las crónicas deportivas de que el fútbol siempre se construye con unas botas que disfrutan al sprint. Como cuando en 2007, ya en el cenit, Sergio Ramos ni le leyó el 10 de la matrícula al enfilar hacia Casillas, epílogo de un 0-3 y de los segundos más honorables de un Bernabéu rendido al Barça renacido tras años de destierro en el desierto.
El deporte consume ídolos como chupitos a un euro. Y el gaucho quiso trincarse la fiesta que había dado a otros. Al marcharse se le perdonó todo, porque los mitos edifican memorias de complicada disolución. Quien creció con un once pegado en la pared de su habitación nunca olvida los nombres que recitaba cuando los días se dividían en dos: las horas de colegio y el resto. Así que Ronaldinho, ahora que deambula perdido por México, ya tendrá tiempo de rebuscar a sus espaldas. Porque el fútbol, como el periodismo, al final siempre se resume de la misma manera: en tugurios, de madrugada, donde los veteranos se beben el presente para ensalzar el pasado.